El 12 de agosto de 1910 la compañía parisina Gran Guignol presentaba la obra Le voile du bonheur en el Liceo (hoy Teatro Moderno) cuando George Clemenceau ingresó al primer Teatro de Buenos Aires para ver la adaptación que el director André Nerec había hecho de los textos escritos por el político y periodista francés. Los festejos del centenario de nuestro país aún reverberaban en las calles, .
y Clemenceau no era ajeno al bullicio. Había desembarcado en el puerto de Buenos Aires enviado como corresponsal por el diario L’Illustration de París, para cubrir los festejos de esa próspera nación sudamericana que mecía en una cuna de oro su modelo agro exportador.
Esa noche el anciano que, enfrentado con su entorno político, había dimitido un año antes como Jefe de Gobierno y decidido hacer un paréntesis en su vida pública, hizo gala de su apodo. El “tigre”, como se lo llamó por su carácter para pilotear las tormentas enquistadas en el poder y su capacidad para estar siempre en el corazón de la crisis, intentó detener la puesta en escena, ya que había denegado al elenco la autorización para representar su obra. La razón que esgrimió parecía simple: no existía en esa “Argentina que progresaba de noche mientras el gobierno dormía”, como se le oyó decir, una legislación que protegiera y garantizara los derechos de autor. Es decir, sus derechos.
Este hombre de 69 años, que había tenido una profusa carrera política, fundando media docena de medios gráficos y que estaba de paso por nuestro país, ponía en evidencia una de las aristas más débiles de esa realidad económica exponencial: la ausencia de una Ley de Propiedad Intelectual. Porque es bien sabido que toda comunidad tiene derechos a acceder en su seno a los bienes culturales generados, pero para que eso sea posible es necesario equilibrar este derecho con el del autor o inventor de los bienes culturales. Y Argentina estaba acéfala en esta materia.
La respuesta no durmió en los cajones. A pesar de que la protección de los autores e inventores había sido contemplada en el artículo 17 de la Constitución de 1853, Carlos y Manuel Carlés recogieron el convite y presentaron el 24 de agosto de 1910, en la Cámara de Diputados, el proyecto de Ley de Propiedad Literaria. La primera aproximación a una sustanciosa ley que contemplara la Propiedad Intelectual fue concebida con mirada puesta en Europa.
La Ley 7.092 fue promulgada el 23 de septiembre de ese mismo año y publicada en el Boletín Oficial, un día después. El artículo 3 de la flamante norma, redactada por el entonces Director de la Biblioteca Nacional Paul Grossac y defendida en el Senado por Joaquín V. González, estableció que el derecho de propiedad de una obra científica, literaria o artística comprende para su autor la facultad de disponer de ella, de publicarla, ejecutarla, representarla y exponerla en público, de enajenarla, traducirla, adaptarla o de autorizar su traducción y reproducirla en cualquier forma.
A pesar de que la ley contemplaba acciones civiles, incluyendo medidas cautelares y el derecho a reclamar daños y perjuicios, fue básicamente ineficaz debido a la ausencia de sanciones penales. Actualmente rige la Ley 11.723 sancionada por el Poder Ejecutivo Nacional el 28 de septiembre de 1933.
La importancia de los derechos no depende de su antigüedad sino de su relevancia política, económica y social del tiempo en cuestión. Y el tiempo de Clemenceau brotó ese invierno porteño, mientras la potencia de un país, que no protegía sus creaciones, se le revelaba antes sus ojos. Porque hay una constante entre la generación de conocimiento y la propiedad intelectual. Los pueblos culturalmente más avanzados producen más conocimientos y valoran no sólo los suyos sino los de terceros por lo que procuran un régimen jurídico más protectivo de sus creaciones.
La cultura romana que fuera madre del derecho occidental contemporáneo tuvo que lidiar con los mismos problemas por los que intervino el político francés. “A mi libro lo hojean los soldados en sus destinos de ultramar, e incluso en Gran Bretaña la gente cita mis palabras. ¿De qué me sirve? Con ello no gano ni un centavo”, supo decir alguna vez el escritor romano Marco Valerio Marcial, escritor satírico y defensor de los derechos de autor.
Es cierto, las palabras esbozadas por el escritor latino que pudieran haber salido de un ofuscado autor contemporáneo discutiendo el porcentaje de su contrato fueron emitidas en el siglo I. La Argentina de entonces era un país joven, que recién vitoreaba sus primeros 100 años. La Roma antigua, como argumento comparativo, parecía demasiado lejos.
George Clemenceau entregó al diario L’Illustration de París más de una decena de artículos sobre la realidad de nuestro país. Aunque fiel a su estilo arrasador no le tembló el pulso para expresar, antes de recoger las maletas, su descontento por la falta de derechos de autor. La carta fue publicada por el diario La Nación. Regresó a Francia. A fines de la década del 20 perdió la elección presidencial. El “Tigre” dejó de rugir el 28 de noviembre de 1929 en su casa de París. Habían pasado 20 años de su visita a la Argentina que aún no había sancionado su Ley de Propiedad Intelectual. Eso ocurriría recién en 1933